miércoles, 18 de julio de 2012

El azaroso camino de conceptualizar la literatura


                             por:

                             Ulises Paniagua



Me han encomendado en Juguete Barroco una tarea difícil. Me han apuntado con un lápiz y me han solicitado hablar sobre literatura conceptual. Pero demonios, he repuesto, ¿acaso no toda literatura es conceptual?
                  Y me he puesto a llorar, siguiendo las instrucciones de Cortázar para tal fin.

      Ahora bien. Partamos de la base del Arte Conceptual, donde se desarrolla la obra a partir de una premisa, una idea que pretende difundir un efecto. Es curioso. En el caso de la literatura los procesos parecen funcionar de una manera distinta. Quiero decir, el escritor es conceptual por excelencia, por los propios procesos mentales que tal oficio exige. Un pintor, un músico o un ejecutante de danza puede improvisar a diestra y siniestra sin que por ello justifique la improvisación, generando un concepto. Sin embargo, en el caso de la escritura se está inmerso en el concepto desde un inicio. Una novela sostiene tal o cual tesis, un cuento busca tal o cual efecto o una idea de ambiguedad al estilo de Raymond Carver; un poema pretende conmover o convencer. Pero el escritor siempre conceptualiza lo que escribe, como un acto natural, como lo es comer o beber. De no hacerlo se arriesga a la incomprensión o al aburrimiento. Por eso suele ser un personaje complicado y neurótico.

                                                                Entonces,         ¿cuál es la propuesta conceptual en la literatura? No creo tener la respuesta correcta, pero sí una idea que pudiera parecer válida y aproximada: La libertad. La libertad absoluta de normas, de mapas mentales, de guías y referencias. El escritor conceptualiza cuando experimenta. Y experimenta cuando se deja llevar por

propia mano sobre el cuaderno o sobre el teclado. Hay dos clases de conceptos: la transgresión de las normas sintácticas

                              o lógicas
                                           o formales
                      o clásicas

Y.
                                                                                                LA ASignación de símbolos Propios
       
Esto es, se conceptualiza al romper con la lógica del yo, para aproximarse al terrible monstruo del Ello, explorando en esta marcha las propuestas freudianas o el estilo surrealista. Para ello, se pueden proponer textos inconexos, o ilógicos, o atemporales, o de una complejidad simbólica y particular, o de lenguaje rabioso tal que destroce los cánones. Esta parece ser la respuesta de las letras a tal planteamiento: la transgresión.
         En esta sección hemos incluido algunas viñetas de Julio Cortázar, de su libro De cronopios y de famas que se destaca por una propuesta original y simpática; de igual manera incluimos el final del monólogo de Molly Bloom, extraído de la novela Ulysses, de James Joyce, un texto mítico que revolucionó la visión de la literatura contemporánea al ignorar las reglas de puntuación establecidas, además de utilizar una estructura que parece seguir un verdadero desvarío mental (cuando uno piensa,
                                                                                                             no siempre formula el pensamiento en ideas reguladas).
                              Siguiendo los pasos de Joyce, proponemos a quien fuera su secretario particular y uno de los escritores más conceptuales en Irlanda y en el mundo: Samuel Becket, de quien proponemos un cuento para muestra del tema que abordamos.  Y para cerrar la sección, un par de cuentos católicos del escritor chileno Roberto Bolaño, quien ha pasado a ocupar un lugar en la historia entre la literatura de culto.

                Haremos constar -eso sí-
                             que los ejemplos sobre proyectos conceptuales
                                          en la literatura son muy numerosos                               
y diversos:
                      el propio Finnegan's Wake, un libro probablemente fallido, escrito por el mismo Joyce; la novela Paradiso, de José Lezama Lima, de un barroco cubano-ecléctico insuperable; los juegos verbales y la paronomasia de Cabrera Infante (otro cubano); el universo completo de Franz Kafka; el capítulo de la inundación en Las palmeras salvajes, de William Faulkner; el Pozo y el péndulo de Poe, el poema de El cuervo incluso...Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, etc., etc.

Una lista
                     inabarcable
                                                                                y maravillosa
                                      que sería mejor investigar
                                                                                                               y sobre todo
                                                                     leer

                                                      antes que analizar.


              Disfruten de la propuesta de este número de Oficio de Letras, y no olviden conceptualizar sintiendo:


Instrucciones para llorar



Julio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.





                                      Instrucciones para dar cuerda al reloj
                                                                                        Julio Cortázar

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.






      Monólogo de Molly Bloom (Fragmento de la novela Ulysses)

James Joyce



..."me gustan las flores quisiera tener la casa entera nadando en rosas Dios del cielo no hay nada como la naturaleza las montañas salvajes luego el mar y las olas precipitándose luego la hermosa campiña con campos de avena y trigo y todo género de cosas y todo el lindo ganado andando por allí que haría bien al corazón ver los ríos y los lagos y las flores y todo género de formas y olores y colores brotando hasta de las zanjas primaveras y violetas eso es la naturaleza para aquellos que dicen que no hay Dios no daría ni el blanco de una uña por toda su ciencia por qué no se ponen a crear algo le preguntaba muchas veces al ateos o como se llamen que vayan primero a lavarse sus miserias luego van pidiendo a gritos un sacerdote cuando se mueren y por qué por qué tienen miedo del infierno a causa de su mala conciencia ah sí les conozco bien quién fue la primera persona en el universo antes de que hubiera nadie el que lo hizo todo ah ellos no saben y yo tampoco así pues podrían lo mismo tratar de impedir que el sol saliera mañana el sol brilla por ti me dijo el día que estábamos tumbados entre los rododendros en el promontorio de Howth con el traje de mezclilla gris y su sombrero de paja el día que conseguí que se me declarara si primero le di un poco de la torta de semilla que tenía dentro de mi boca y era bisiesto como ahora sí hace dieciséis años Dios mío tras aquel largo beso yo casi perdí el aliento sí él decía que yo era una flor de la montaña sí eso somos flores todo el cuerpo de mujer sí esa fue la única verdad que dijo en su vida y el sol brilla hoy por ti sí por eso me gustó porque vi que comprendía o sentía como es una mujer y supe que yo podría hacer de él lo que quisiera y le di todo el placer que podía para llevarle a que me pidiera que dijese sí y yo primero no quería contestarle mirando sólo el mar y el cielo estaba pensando en tantas cosas que él no sabía de Mulvey y Mr. Stanhope y Hester y de Papá y del viejo capitan Groves y de los marinos que jugaban a pájaro al vuelo y a saltar del burro y a lavar platos como ellos lo llamaban en el malecón y el centinela frente a la casa del gobernador con esa cosa alrededor del casco blanco pobre diablo medio achicharrado y de las muchachas españolas riendo con sus mantones y sus altas peinetas y de los gritos por la mañana de los griegos judíos árabes y Dios sabe quienes más de todos los rincones de Europa y de la calle del duque y del mercado de aves todas cloqueando ante Larby Sharon y de los pobres burros resbalando medio dormidos y de los vagos tipos dormidos con su cara a la sombra de las gradas y de las grandes ruedas de los carros de bueyes del viejo castillo de hace miles de años sí y de todos aquellos hermosos moros todos de blanco y con turbante como reyes pidiéndole a una que se sentara en su tiendecita y de Ronda con las viejas ventanas de las posadas ojos mirando tras las rejas ocultos para que el enamorado bese los barrotes y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañueñas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardínes de la Alameda si todas las raras callejuelas y las casas rosa y azul y amarillo y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije si quiero Sí..."





EL FINAL
Un cuento de Samuel Beckett

                                                                                                                   

Me vistieron y me dieron dinero. Yo sabía para qué iba a servir el dinero, iba a servir para ponerme de patitas en la calle. Cuando lo hubiera gastado debería procurarme más, si quería continuar. Lo mismo los zapatos, cuando estuvieran usados debería ocuparme de que los arreglaran, o continuar descalzo, si quería continuar. Lo mismo la chaqueta y el pantalón, no necesitaban decírmelo, salvo que yo podría continuar en mangas de camisa, si quería. Las prendas—zapatos, calcetines, pantalón, camisa, chaqueta y sombrero—no eran nuevas, pero el muerto debía ser poco más o menos de mi talla. Es decir que él debió ser un poco menos alto que yo, un poco menos grueso, porque las prendas no me venían tan bien al principio como al final. Sobre todo la camisa, durante mucho tiempo no podía cerrarme el cuello, ni por consiguiente alzar el cuello postizo, ni recoger los faldones, con un imperdible, entre las piernas, como mi madre me había enseñado. Debió endomingarse para ir a la consulta, por primera vez quizá, no pudiendo más. Sea como fuere, el sombrero era hongo, en buen estado. Dije, Tengan su sombrero y devuélvanme el mío. Añadí, Devuélvanme mi abrigo. Respondieron que lo habían quemado, con mis demás prendas. Comprendí entonces que acabaría pronto, bueno, bastante pronto. Intenté a continuación cambiar el sombrero por una gorra, o un fieltro que pudiera doblarse sobre la cara, pero sin mucho éxito. Pero yo no podía pasearme con la cabeza al aire, en vista del estado de mi cráneo. El sombrero era en principio demasiado pequeño, pero luego se acostumbró. Me dieron una corbata, después de largas discusiones. Me parecía bonita, pero no me gustaba. Cuando llegó por fin estaba demasiado fatigado para devolverla. Pero acabó por serme útil. Era azul, como con estrillas. Yo no me sentía bien, pero me dijeron que estaba bastante bien. No dijeron expresamente que nunca estaría mejor que ahora, pero se sobreentendía. Yacía inerte sobre la cama e hicieron falta tres mujeres para quitarme los pantalones. No parecían interesarse mucho por mis partes que a decir verdad nada tenían de particular. Tampoco yo me interesaba mucho. Pero hubieran podido decir cualquier cosita. Cuando acabaron me levanté y acabé de vestirme solo. Me dijeron que me sentara en la cama y esperara. Toda la ropa de cama había desaparecido. Me indignaba el hecho de que no hubieran permitido esperar en el lecho familiar y no así de pie, en el frío, en estas ropas que olían a azufre. Dije, Me podían, haber dejado en mi cama hasta el último momento.
Entraron hombres con batas, con mazos en la mano. Desmontaron la cama y se llevaron las piezas. Una de las mujeres les siguió y volvió con una silla que colocó ante mí. Había hecho bien en mostrarme indignado. Pero para demostrarles hasta qué punto estaba indignado por no haberme dejado en mi cama mandé la silla a hacer puñetas de una patada. Un hombre entró y me hizo una seña para que le siguiera. En el vestíbulo me dio un papel para firmar. ¿Qué es esto, dije, un salvoconducto? Es un recibo, dijo, por la ropa y el dinero que ha recibido usted. ¿Qué dinero? Dije. Fue entonces cuando recibí el dinero. Pensar que había estado a punto de marcharme sin un céntimo en el bolsillo. La cantidad no era grande, comparada con otras cantidades, pero a mí me parecía grande. Veía los objetos familiares, compañeros de tantas horas soportables. El taburete, por ejemplo, íntimo como el que más. Las largas tardes juntos, esperando la hora de irme a la cama. Por un momento sentí que me invadía su vida de madera hasta no ser yo mismo más que un viejo pedazo de madera. Había incluso un agujero para mi quiste. Después en el cristal el sitio en donde se había raspado el esmalte y por donde en las horas de congoja yo deslizara la vista, y rara vez en vano. Se lo agradezco mucho, dije, ¿hay una ley que le impide echarme a la calle, desnudo y sin recursos? Eso nos perjudicada, a la larga, respondió él. No hay medio de que me admitan todavía un poco, dije, yo podía ser útil. Útil, dijo, ¿de verdad estaría dispuesto a ser útil? Después de un momento continuó, Si le creyeran a usted realmente dispuesto a ser útil, le admitirían, estoy seguro. Cuántas veces había dicho que iba a ser útil, no iba a empezar otra vez. ¡Qué débil me sentía! Este dinero, dije, quizá quieran recuperarlo y cobijarme todavía un poco. Somos una institución de caridad, dijo, y el dinero es un regalo que le hacemos cuando se va. Cuando lo haya gastado debe procurarse más, si quiere continuar. No vuelva nunca aquí pase lo que pase, porque ya no le admitiríamos. Nuestras sucursales le rechazarían igualmente. ¡Exelmans! exclamé. Vamos, vamos, dijo, además no se le entiende ni la décima parte de lo que dice. Soy tan viejo, dije. No tanto, dijo. ¿Me permite que me quede aquí un momentito, dije, hasta que cese la lluvia? Puede usted esperar en el claustro, dijo, la lluvia no cesará en todo el día. Puede usted esperar en el claustro hasta las seis, ya oirá la campana. Si le preguntan no tiene más que decir que tiene usted permiso para guarecerse en el claustro. ¿Qué nombre debo decir?, dije. Weir, dijo.
No llevaba mucho tiempo en el claustro cuando la lluvia cesó y el sol apareció. Estaba bajo y deduje que serían cerca de las seis, teniendo en cuenta la época del año. Me quedé allí mirando bajo la bóveda el sol que se ponía tras el claustro. Apareció un hombre y me preguntó qué hacía. ¿Qué desea? eso dijo. Muy amable. Respondí que tenía permiso del señor Weir para quedarme en el claustro hasta las seis. Se fue, pero volvió en seguida. Debió hablar con el señor Weir en el intervalo, porque dijo, No debe usted quedarse en el claustro ahora que ya no llueve.
Ahora avanzaba a través del jardín. Había esa luz extraña que cierra una jornada de lluvia persistente, cuando el sol aparece y el cielo se ilumina demasiado tarde para que sirva ya para algo. La tierra hace un ruido como de suspiros y las últimas gotas caen del cielo vaciado y sin nubes. Un niño, tendiendo las manos y levantando la cabeza hacia el cielo azul, preguntó a su madre cómo era eso posible. Vete a la mierda, dijo ella. Me acordé de pronto que había olvidado pedir al señor Weir un pedazo de pan. Seguramente me lo hubiera dado. Lo pensé, durante nuestra conversación, en el vestíbulo. Me decía, Acabemos primero lo que nos estamos diciendo, luego se lo preguntaré. Yo sabía perfectamente que no me readmitirían. A gusto hubiera desandado el camino, pero temía que uno de los guardianes me detuviera diciéndome que nunca volvería a ver al señor Weir. Lo que hubiera aumentado mi pesar. Por otra parte no me volvía nunca en esos casos.
En la calle me encontraba perdido. Hacía mucho tiempo que no había puesto los pies en esta parte de la ciudad y la encontré muy cambiada. Edificios enteros habían desaparecido, las empalizadas habían cambiado de sitio y por todas partes veía en grandes letras nombres de comerciantes que no había visto en ninguna parte y que incluso me hubiera costado pronunciar. Había calles que no recordaba haber visto en su actual emplazamiento, entre las que recordaba varias habían desaparecido y por último otras habían cambiado completamente de nombre. La impresión general era la misma de antaño. Es verdad que conocía muy mal la ciudad. Era quizás una ciudad completamente distinta. No sabía dónde se suponía que debía ir lógicamente. Tuve la enorme suerte, varias veces, de evitar que me aplastaran. Estaba siempre dispuesto a reír, con esa risa sólida y sin malicia que tan buena es para la salud. A fuerza de conservar el lado rojo del cielo lo más posible a mi derecha llegué por fin al río. Allí todo parecía, a primera vista, más o menos tal y como lo había dejado. Pero mirando con más atención hubiera descubierto muchos cambios sin duda. Eso hice más tarde. Pero el aspecto general del río, fluyendo entre sus muelles y bajo sus puentes, no había cambiado. El río en particular me daba la impresión, como siempre, de correr en el mal sentido. Todo esto son mentiras, me doy perfecta cuenta. Mi banco estaba aún en su sitio. Se le había excavado según la forma del cuerpo sentado. Se encontraba junto a un abrevadero, regalo de una tal señora Maxwell a los caballos de la ciudad, conforme la inscripción. Durante el tiempo que me quedé allí varios caballos sacaron provecho del regalo. Oía los hierros y el clic clac del arnés. Después el silencio. Era el caballo quien me miraba. Después el ruido de guijarros arrastrados en el barro que hacen los caballos al beber. Después otra vez el silencio. Era el caballo quien me miraba otra vez. Después otra vez los guijarros. Después otra vez el silencio. Hasta que el caballo hubo acabado de beber o el carretero consideró que había bebido suficiente. Los caballos no estaban tranquilos. Una vez, cuando cesó el ruido, me volví y vi el caballo que me miraba. El carretero también me miraba. La señora Maxwell se hubiera puesto muy contenta si hubiera podido ver a su abrevadero prestar tales servicios a los caballos de la ciudad. Llegada la noche, después de un crepúsculo muy largo, me quité el sombrero que me hacía daño. Deseaba estar otra vez encerrado, en un sitio hermético, vacío y caliente, con luz artificial una lámpara de petróleo a ser posible, cubierta con una pantalla rosa preferentemente. Vendría alguien de vez en cuando a asegurarse que me encontraba bien y no necesitaba nada. Hacía mucho tiempo que no había tenido verdaderas ganas de algo y el efecto sobre mí fue horrible.
En los días siguientes visité varios inmuebles, sin mucho éxito. Normalmente me cerraban la puerta en las narices, incluso cuando enseñaba mi dinero, diciendo que pagaría una semana por adelantado, o incluso dos. Ya podía yo exhibir mis mejores maneras, sonreír y hablar con toda precisión, no había acabado aún con mis cumplidos cuando me cerraban la puerta en las narices. Perfeccioné en esta época una forma de descubrirme a la vez digna y cortés, sin bajeza ni insolencia. Hacía deslizar ágilmente mi sombrero hacia delante, lo mantenía un momento colocado de tal forma que no se podía ver mi cráneo, después con el mismo deslizamiento lo volvía a poner en su sitio. Hacer esto con naturalidad, sin provocar una impresión desagradable, no es fácil. Cuando consideraba que bastaría con tocarme el sombrero, naturalmente me limitaba a tocarme el sombrero. Pero tocarse el sombrero no es fácil tampoco. Más tarde resolví el problema, de capital importancia en las épocas difíciles, llevando un viejo kepí británico y saludando a lo militar, no, falso, en fin, no lo sé, conservaba mi sombrero después de todo. Jamás cometí la falta de lleva medallas. Ciertas mujeres tenían tanta necesidad de dinero que me dejaban pasar en seguida y me enseñaban la habitación. Pero no pude entenderme con ninguna. Finalmente conseguí alojarme en un sótano. Con aquella me entendí rápidamente. Mis fantasías, ese término empleó, no le daban miedo. Insistió si embargo en hacer la cama y limpiar la habitación un vez por semana, en lugar de una vez al mes, como yo le había pedido. Me dijo que durante la limpieza, que sería rápida, podría esperar en el patinillo de al lado. Añadió, con mucha comprensión, que nunca me echaría con mal tiempo. Aquella mujer era griega, creo, o turca. Nunca hablaba de sí misma. Yo tenía en la cabeza que era viuda o al menos abandonada. Tená un acento extraño. Y yo también, a fuerza de asimilar las vocales y suprimir las consonantes.
Ahora ya no sabía dónde estaba, tenía una vaga imagen, ni siquiera, no veía nada, de una enorme casa de cinco o seis pisos. Me parecía que formaba cuerpo con otras casas. Llegué al crepúsculo y no presté a los alrededores la atención que quizá les hubiera dedicado de sospechar que iban a cerrarse sobre mí. No debía por decirlo así esperar más. Es cierto que cuando salí de esta casa hacía un tiempo radiante, pero yo no miraba nunca hacia atrás al irme. Debí leerlo en alguna parte, cuando era pequeño y todavía leía, que valía más no volver la cabeza al marcharse. Y sin embargo me sorprendía haciéndolo. Pero incluso sin contar con esto me parece que debí ver algo al irme. ¿Pero el qué? Recuerdo solamente mis pies que salían de mi sombra uno tras otro. Los zapatos se habían resquebrajado y el sol acusaba las grietas del cuero.
Estaba bien en esta casa, debo decirlo. Aparte algunas ratas estaba solo en el sótano. La mujer observaba nuestra convivencia lo mejor posible. Traía hacia mediodía una bandeja llena de comida y se llevaba el de la víspera. Traía al mismo tiempo una palangana limpia. Tenía un asa enorme por donde metía el brazo, conservando así las dos manos libres para llevar la bandeja. Después ya no la veía sino por azar cuando asomaba la cabeza para asegurarse de que no había ocurrido nada. No necesitaba afecto afortunadamente. Desde mi cama veía los pies que iban y venían por la acera. Ciertas tardes, cuando hacía buen tiempo y me sentía con ánimos, me iba con la silla al patinillo y miraba entre las faldas de las que pasaban. Más de una pierna se me hizo así familiar. Una vez mandé a buscar una cebolla azafranada y la planté en el patinillo sombrío, en un bote viejo. Debía ser por primavera, no eran las condiciones óptimas probablemente. Dejé el bote fuera, atado a un cordel que pasaba por la ventana. Por la tarde, cuando hacía buen tiempo, un hilo de luz trepaba a lo largo del muro. Me instalaba entonces frente a la ventana y tiraba del cordel, para mantener el bote a la luz, y al calor. No debía ser muy cómodo, no acabo de entender cómo me las arreglaba. No eran las condiciones óptimas probablemente. Reverdeció, pero nunca tuvo flores, apenas un tallo macilento provisto de hojas cloróticas. Me hubiera alegrado tener un azafrán amarillo o un jacinto, pero la cosa es que no iba a cumplirse. Ella quería llevárselo, pero yo le dije que lo dejara. Quería comprarme otro, pero le dije que no quería otro. Lo que más me crispaba eran los gritos de los vendedores de periódicos. Pasaban corriendo todos los dias, gritando el nombre de los periódicos e incluso las noticias sensacionales. Los ruidos que venían de la casa me crispaban menos. Una niña, ¿o era un niño? cantaba todas las tardes a la misma hora en algún lugar encima de mí. Durante mucho tiempo no consegui coger las palabras. Extrañas palabras para una niña, o un niño. ¿Era una canción de mi espiritu, o venía sencillamente de fuera? Era una especie de nana, me parece. A mí me dormía a menudo. Era a veces una niña la que venía. Tenía largos cabellos rojos que colgaban en dos trenzas. No sabía quién era. Correteaba un poco por la habitación, después se iba sin haberme dirigido la palabra. Un día recibi la visita de una agente de policia. Dijo que estaba bajo vigilancia, sin explicarme por qué. Equívoco, eso es, me dijo que yo era equívoco. Le dejé hablar. No se atrevía a detenerme. O quizá fuera buena persona. Un cura también, un día recibí la visita de un cura. Le informé que pertenecía a una rama de la iglesia reformada. Me preguntó qué clase de pastor me gustaría ver. Se condena uno, en la iglesia reformada, sin remedio. Era quizá buena persona. Me dijo que le avisara si alguna vez necesitaba un servicio. ¡Un servicio! Se presentó y me explicó dónde podría encontrarle. Debería haberlo apuntado.
Un día la mujer me hizo una proposición. Dijo que tenía necesidad urgente de dinero en metálico y que si yo podía proporcionarle un adelanto de seis meses me reduciría el alquiler del cuarto durante este período. No creo que me equivoque mucho. Esto tenía la ventaja de hacerme ganar seis semanas (?) de estancia y el inconveniente de agotar casi todo mi pequeño capital. Pero ¿se podía llamar a esto un inconveniente? ¿No me iba a quedar de todas formas hasta el último céntimo, y más allá aún, hasta que ella me echara? Le di el dinero y me hizo un recibo.
Una mañana, poco después de la transacción, me despertó un hombre que me sacudía por el hombro. No podían ser más de las once. Me rogó que me levantara y abandonara su casa inmediatamente. Era muy pulcro, debo decirlo. Me dijo que su extrañeza sólo encontraba parangón con la mía. Era su casa. Su patrimonio. La turca se había marchado la víspera. Pero si la he visto anoche, dije. Debe estar usted en un error, dijo, porque me llevó las llaves, a mi oficina, ayer por la mañana lo más tarde. Pero si acabo de entregarle un anticipo de seis meses de alquiler, dije. Que se lo devuelva, dijo. Pero si ignoro su nombre, dije, por no hablar de sus señas. ¿Ignora usted su nombre? dijo. Debió creer que mentía. Estoy enfermo, dije, no puedo marcharme así sin previo aviso. No es para tanto, dijo. Propuso ir a buscar un taxi, o una ambulancia, si prefería. Dijo que necesitaba la habitación, inmediatamente, para su cerdo, cogiendo frío en una carretilla, ante la puerta, y vigilado únicamente por un chaval que ni siquiera conocía y que estaría probablemente haciéndole picias. Pregunté si no me podría ceder otro sitio, apenas un rincón donde poder tumbarme, el tiempo de sobreponerme y de tomar mis disposiciones. Dijo que no podía. No es que sea mala persona, añadió. Podría vivir aquí con el cerdo, dije, me ocuparía de él. ¡Largos meses de calma, deshechos en un instante! Calma, calma, dijo, no se abandone, ale, hop, de pie, basta. Después de todo aquello no le importaba. Había sido realmente paciente. Debió visitar el sótano mientras yo dormía.
Me sentía débil. Debía estarlo. La luz resplandeciente me aturdía. Un autobús me transportó, al campo. Me senté en un prado, al sol. Pero me parece que esto era mucho más tarde. Dispuse hojas bajo mi sombrero en círculo, para procurarme sombra. Acabé por encontrar un montón de estiércol. Al día siguiente reemprendí el camino de la ciudad. Me obligaron a bajarme de tres autobuses. Me senté al borde de la carretera, al sol, y me sequé la ropa. Me gustaba. Me decía, Nada, nada que hacer ahora hasta que esté seca. Cuando estuvo seca la cepillé con un cepillo, una especie de almohaza me parece, que encontré en un establo. Los establos me han resultado siempre acogedores. Después me llegué hasta la casa en donde mendigué un vaso de leche y pan con mantequilla. ¿Puedo descansar en el establo? dije. No, dijeron. Yo apestaba aún, pero con una fetidez que me agradaba. La prefería con mucho a la mía, que se ocultaba ahora bajo la nueva hediondez, sintiéndola sólo a vaharadas. En los días siguientes traté de recuperar mi dinero. No sé exactamente cómo sucedió, si es que no pude encontrar la dirección, o si la dirección no existía, o si la griega ya no estaba allí. Busqué el recibo en mis bolsillos, para intentar descifrar el nombre. No estaba. Ella lo había recuperado quizá mientras yo dormía. No sé durante cuánto tiempo circulé así, descansando unas veces en un sitio, otras en otro, en la ciudad y en el campo. La ciudad había sufrido cambios. El campo tampoco era ya como lo recordaba. El efecto general era el mismo. Un día vi a mi hijo. Con una cartera bajo el brazo apresuraba el paso. Se quitó el sombrero y se inclinó y vi que era calvo como un huevo. Estaba casi seguro de que era él. Me volví para seguirle con la mirada. Avanzaba a toda marcha, con sus andares de pato, ofreciendo a derecha y a izquierda saludos con el sombrero y otras muestras de servilismo. El insoportable hijo de puta.
Un día encontré a un hombre que conociera en época anterior. Vivía en una caverna al borde del mar. Tenía un burro que trotaba por el acantilado, o en los minúsculos senderos agrietados que descienden hacia el mar. Cuando hacía muy mal tiempo el burro entraba con su amo en la caverna y allí se abrigaba, mientras duraba la tempestad. Habían pasado muchas noches juntos, apretados el uno contra el otro, mientras el viento bramaba y el mar azotaba la playa. Gracias al burro podía abastecer de arena, de algas y de conchas a los habitantes de la ciudad, para sus jardincillos. No podía transportar mucha cantidad de una vez, porque el burro era viejo, pequeño también, y la ciudad estaba lejos. Pero ganaba así un poco de dinero, lo suficiente para comprar tabaco y cerillas y de vez en cuando una libra de pan. Fue en una de sus salidas cuando me encontró, en los suburbios. Estaba encantado de volver a verme, el pobre. Me suplicó que le acompañara a su casa y pasara allí la noche. Quédate todo el tiempo que quieras, dijo. ¿Qué le pasa a tu burro? dije. No le hagas caso, dijo, es que no te conoce. Le recordé que no tenía costumbre de quedarme con nadie más de dos o tres minutos seguidos y que me horrorizaba el mar. Parecía abrumado. Entonces no vienes, dijo. Pero ante mi propia extrañeza me monté en el burro y arre, a la sombra de los castaños que brotaban con furia de la acera. Me agarré a las vértebras de la cerviz, una mano luego otra. Los niños nos abucheaban y nos tiraban piedras, pero apuntaban mal porque sólo me alcanzaron una vez, en el sombrero. Un guardia nos detuvo, y nos acusó de turbar el orden público. Mi amigo le recordó que éramos tal y como la naturaleza había acabado por hacernos y que los niños estaban en el mismo caso. Era inevitable, en esas condiciones, que el orden público resultara turbado de vez en cuando. Déjenos continuar nuestro camino, dijo, y el orden se reestablecerá automáticamente, en su sector. Atajamos por los caminos apacibles de la antiplanicie, blancos de polvo, con los matojos de espino y de fucsia y los linderos franjeados de hierba silvestre y de margaritas. Cayó la noche. El burro me llevó hasta la boca de la caverna, porque yo no hubiera podido seguir, en la oscuridad, el sendero que bajaba hacia el mar. Después volvió a subir a sus pastizales.
No sé cuánto tiempo me quedé allí. Se estaba bien en la caverna, debo decirlo. Me traté mis ladillas con agua de mar y algas, pero un buen número de larvas debieron sobrevivir. Me curé el cráneo con compresas de alga, lo que me hizo un bien enorme, pero pasajero. Me tumbaba en la caverna y a veces miraba hacia el horizonte. Veía por encima una gran extensión palpitante, sin islas ni promontorios. Por la noche una luz iluminaba la caverna, a intervalos regulares. Fue allí donde encontré mi frasquito, en el bolsillo. No se había roto, el cristal no era auténtico cristal. Creía que el señor Weir me lo había quitado todo. El otro estaba fuera la mayor parte del tiempo. Me daba pescado. Es fácil para un hombre, cuando lo es de verdad, vivir en una caverna, lejos de todos. Me invitó a quedanme todo el tiempo que me apeteciera. Si prefiriera estar solo me acondicionaría encantado otra caverna, un poco más lejos. Me traería comida todos los días y vendría de vez en cuando a asegurarse que marchaba bien y no necesitaba nada. Era buena persona. Yo no necesitaba bondad. ¿No conocerás por casualidad una caverna lacustre? dije. Soportaba mal el mar, sus chapoteos, temblores, mareas y convulsividad general. El viento al menos se calma a veces. Las manos y los pies me hormigueaban. El mar me impedía dormir, durante horas. Aquí pronto me voy a poner enfermo, dije, y ¿qué habré conseguido entonces? Te vas a ahogar, dijo. Sí, dije, o me arrojaré al acantilado. Y yo que no podría vivir en otra parte, dijo, en mi cabaña de la montaña era muy desgraciado. ¿Tu cabaña en la montaña? dije. Repitió la historia de su cabaña en la montaña, la había olvidado, era como si la oyera por primera vez. Le pregunté si la conservaba todavía. Respondió que no la había vuelto a ver desde el día en que salió huyendo, pero que la creía aún en el mismo sitio, un poco deteriorada sin duda. Pero cuando insistió para que cogiera la llave, me negué, diciéndole que tenía otros proyoctos. Siempre me encontrarás aquí, dijo, si alguna vez me necesitas. Ah la gente. Me dio su cuchillo.
Lo que él llamaba su cabaña era una especie de barraca de madera. Había arrancado la puerta, para hacer fuego, o con cualquier otro fin. La ventana ya no tenía cristales. El techo se había hundido por varios sitios. El interior estaba dividido, por los restos de un tabique, en dos partes desiguales. Si había tenido muebles nada quedaba ya. Se habían entregado a los actos más viles, en el suelo y sobre las paredes. Excrementos poblaban el suelo, de hombre, de vaca, de perro, así como preservativos y vomitonas. En una boñiga habían trazado un corazón, atravesado por una flecha. No ofrecía sin embargo una perspectiva armónica. Descubrí vestigios de ramos abandonados. Vorazmente arrancados, arrastrados durante largas horas, acabaron por tirarlos, pesados, o ya marchitos. Esta era la habitación de la que me habían ofrecido la llave.
En su conjunto la escena era la ya familiar de grandeza y desolación.
Era a pesar de todo un techo. Descansaba sobre un jergón de helechos que yo mismo recogí con mil trabajos. Un día no pude levantarme. La vaca me salvó. Aguijoneada por la niebla glacial venía a cobijarse. No era sin duda la primera vez. No debía verme. Traté de mamarla, sin mucho éxito. Sus tetas estaban cubiertas de excrementos. Me quité el sombrero y me puse a ordeñarla dentro, acudiendo a mis últimas fuerzas. La leche se derramaba por el suelo, pero me dije, No importa, es gratis. La vaca me arrastró por la tierra, deteniéndose tan sólo de vez en cuando para propinarme una coz. No sabía que nuestras vacas podían también portarse mal. Debieron ordeñarla recientemente. Agarrándome con una mano a la teta, con la otra mantenía el sombrero en su sitio. Pero acabó por hartarse. Porque me arrastró atravesando el umbral hasta los helechos gigantes y chorreantes, donde me vi obligado a soltar la presa.
Bebiendo la leche me reproché lo que acababa de hacer. Ya no podría contar con la vaca y ella pondría a las demás al corriente. Con más control sobre mí mismo hubiera podido hacerme amigo de ella. Hubiera venido todos los días seguida quizás de otras vacas. Hubiera aprendido a hacer mantequilla, queso. Pero me dije, No, todo se andará.
Una vez en la carretera no tenía más que seguir la pendiente. Carretas pronto, pero todas me rechazaron. Si hubiera tenido otras ropas, otra cara, se me hubiera admitido quizá. Debí cambiar desde mi expulsión del sótano. La cara en especial había debido alcanzar un aspecto decididamente climatérico. La sonrisa humilde e ingenua ya no me aparecía, ni la expresión de miseria cándida, penetrada de estrellas y cohetes. Las llamaba, pero ya no venían. Máscara de viejo cuero sucio y peludo, no quería ya decir por favor y gracias y perdón. Era una lástima. ¿Con qué iba yo a bandearme, en el futuro? Tumbado al borde de la carretera me dedicaba a contorsionarme cada vez que oía venir una carreta. Para que no imaginaran que dormía, o descansaba. Trataba de gemir, ¡Socorro! Pero el tono que brotaba era el de la conversación corriente. Ya no podía gemir. La última vez que había necesitado gemir lo había hecho, bien, como siempre, y eso en la ausencia de cualquier corazón susceptible de ser partido. ¿En qué iba a convertirme? Me dije. Volveré a aprender. Me tumbé de un lado a otro del camino, en un sitio donde se estrechaba, de forma que las carretas no podían pasar sin pasarme por encima, con una rueda al menos, o con dos si tenía cuatro. Al urbanista de la barba roja, le habían quitado la vesícula biliar, una falta grave, y tres días después moría, en la flor de la edad. Pero llegó el día en que, mirando a mi alrededor, me encontré en los suburbios, y de aquí a los viejos ámbitos no había más que un paso, más allá de la estúpida esperanza de calma o de dolor más tenue.
Me tapé pues la parte baja de la cara con un trapo y fui a pedir limosna en un rincón soleado. Porque me parecía que mis ojos no se habían apagado del todo, gracias quizás a las gafas negras que mi preceptor me diera. Me había dado la Ética de Geulincz. Eran gafas de hombre, yo era un niño. Le encontraron muerto, desplomado en el W. C., con las ropas en un desorden terrible, fulminado por un infarto. Ah qué calma. La Ética llevaba su nombre (Ward) en primera página, las gafas le habían pertenecido. El puente, en aquella época, era de hilo de latón, de la clase que se emplea para sujetar los cuadros y los grandes espejos, y dos largas cintas negras servían de baranda. Las enroscaba alrededor de las orejas y las abatía bajo la barbilla, donde las ataba. Los cristales habían sufrido, a fuerza de frotarse en el bolsillo uno contra otro y contra los demás objetos que allí se encontraran. Yo creía que el señor Weir me lo había cogido todo. Pero yo ya no necesitaba esas gafas y no me las ponía más que para suavizar el resplandor del sol. No debería haber hablado de ello. El trapo me hizo mucho daño. Acabé cortándolo del forro de mi abrigo, no, ya no tenía abrigo, de mi chaqueta entonces. Era un trapo más bien gris, o incluso escocés, pero me daba por satisfecho. Hasta la tarde mantenía la cara levantada hacia el cielo del mediodía, después hacia el de poniente hasta la noche. El platillo de madera me hizo mucho daño. No podía utilizar el sombrero, por mi cráneo. En cuanto a tender la mano, ni pensarlo. Me procuré pues una lata de hierro blanco y la sujeté a un botón de mi abrigo, pero qué me pasa, de mi chaqueta, al nivel del pubis. No se mantenía derecha, se inclinaba respetuosamente hacia el transeúnte, no había más que dejar caer la moneda. Pero esto le obligaba a aproximarse mucho, se arriesgaba a tocarme. Acabé procurándome una lata más grande, una especie de gran lata, y la coloqué sobre la acera, a mis pies. Pero las gentes que dan una limosna no les agrada tirarla, ese gesto tiene algo de desprecio que repugna a los sensibles. Sin contar con que deben apuntar. Quieren dar, pero no les gusta que la moneda se escape dando vueltas bajo los pies de los transeúntes, o bajo las ruedas de los vehículos, donde cualquiera puede cogerla. En resumen: no dan. Los hay evidentemente que se agachan, pero en general a la gente que da una limonsa no le agrada que ello le obligue a agacharse. Lo que realmente prefieren es ver al mendigo de lejos, preparar el penique, soltarlo en plena marcha y oír el Dios se lo pague debilitado por el alejamiento. Yo no decía eso, yo no he sido nunca muy creyente, ni nada que se le parezca, pero lanzaba de todos modos un ruido, con la boca. Acabé procurándome una especie de tablilla que me sujetaba con cordel al cuello y a la cintura. Sobresalía precisamente a la altura justa, la del bolsillo, y su borde estaba lo suficientemente apartado de mi persona para poder depositar el óbolo sin peligro. Podía verse a veces en ella flores, pétalos, espigas, y briznas de esa hierba que se aplica a las hemorroides, en fin lo que encontraba. No las buscaba, pero todas las cosas bonitas de este tipo que me caían a la mano, las guardaba para la tablilla. Se podía creer que yo amaba la naturaleza. Miraba al cielo, la mayor parte del tiempo, pero sin fijarlo. Era una mezcla normalmente de blanco, azul y gris, y por la tarde venían a añadirse otros colores. Lo sentía pesando con suavidad sobre mi cara, frotaba la cara balanceándola de un lado a otro. Pero a menudo dejaba caer la cabeza sobre el pecho. Entonces entreveía la tablilla a lo lejos, borrosa y abigarrada. Me apoyaba en la pared, pero sin el menor relajo, equilibraba mi peso de un pie al otro y me agarraba con las manos las solapas de la chaqueta. Mendigar con las manos en los bolsillos, da mal efecto, indispone a los trabajadores, sobre todo en invierno. No hay nunca tampoco que llevar guantes. Había chicos que, simulando darme una perra, arramplaban con todo lo que había ganado. Para comprarse caramelos. Me desabrochaba, discretamente, para rascarme. Me rascaba de abajo arriba, con cuatro uñas: Me hurgaba en los pelos, para calmarme. Ayudaba a pasar el tiempo, el tiempo pasaba cuando me rascaba. El verdadero rascado es superior al meneo, en mi opinión, y puede durar mucho, hasta los cincuenta, e incluso mucho después, pero acaba por convertirse en una simple costumbre. Para rascarme no tenía bastante con las dos manos. Tenía en todas partes, en mis partes, en los pelos hasta el ombligo, bajo los brazos, en el culo, placas de eczema y de psoriasis que podía poner al rojo con sólo pensar en ellas. Era en el culo donde más satisfacción obtenía. Introducía el índice, hasta el metacarpo. Si después debía defecar, me hacía un daño de perros. Pero apenas defecaba ya. De vez en cuando pasaba un avión, poco rápidamente me parecía. Me sucedía a menudo, al acabar la jornada, encontrar los bajos del pantalón mojados. Debían ser los perros. Yo ya apenas meaba. Si por azar me entraban ganas, las calmaba introduciendo un trapito en la bragueta. Una vez en mi puesto, no lo abandonaba hasta la noche. Yo ya apenas comía, Dios cuidaba de mi sustento. Después del trabajo compraba una botella de leche que bebía por la noche en la cochera. En realidad le encargaba a un chico que la comprara, siempre el mismo, a mí no querían servirme, no sé por qué. Le daba un penique por el servicio. Un día asistí a una escena extraña. Normalmente no veía gran cosa. No oía gran cosa tampoco. No me fijaba. En el fondo no estaba allí. En el fondo creo que no he estado nunca en ninguna parte. Pero ese día debí volver. Desde hacía ya algún tiempo me incordiaba un ruido. No buscaba la causa, porque me decía, Va a cesar. Pero como no cesaba no tuve más remedio que buscar la causa. Era un hombre subido al techo de un automóbil, arengando a los transeúntes. Al menos fue así como entendí la cosa. Berreaba tan fuerte que retazos de su discurso llegaban hasta mí. Unión... hermanos... Marx... capital... bifteck... amor. No entendía nada. El coche se había detenido junto a la acera, ante mí, yo veía al orador de espaldas. De repente se volvió y me cuestionó. Mirad ese pingajo, ese desecho. Si no se pone a cuatro patas es porque teme el vergajo. Viejo, piojoso, podrido, al cubo de la basura. Y hay miles como él, peores que él, diez mil, veinte mil—. Una voz, Treinta mil. El orador continuó, Todos los días pasan delante de vosotros y cuando habéis ganado a las carreras soltáis una perra gorda. ¿Os dais cuenta? La voz, No. Claro que no, continuó el orador, eso forma parte del decorado. Un penique, dos peniques—. La voz, Tres peniques. No se os ocurre nunca pensar, continuó el orador, que tenéis enfrente la esclavitud, el embrutecimiento, el asesinato organizado, que consagráis con vuestros dividendos criminales. Mirad este torturado, este pellejo. Me diréis que es culpa suya. Preguntadle a ver si es culpa suya. La voz, Pregúntaselo tú. Entonces se inclinó hacia mí y me apostrofó. Yo había perfeccionado mi tablilla. Consistía ahora en dos trozos unidos por bisagras, lo que me permitía, una vez acabado el trabajo, plegarla y llevarla bajo el brazo, me gustaba hacer chapucillas. Me quité el trapo, me metía en el bolsillo las escasas monedas que había ganado, desaté los cordones de mi tablilla, la plegué y me la puse bajo el brazo. ¡Pero habla, pedazo de inmolado! vociferó el orador. Después me fui, aunque fuera aún de día. Pero en general el rincón era tranquilo, animado sin ser bullicioso, próspero y conveniente. Aquél debía ser un fanático religioso, no encontraba otra explicación. Se había quizá escapado de la jaula. Tenía una cara simpática, un poco coloradota.
No trabajaba todos los días. Apenas tenía gastos. Conseguía incluso ahorrar un poco, para los ultimísimos días. Los días en que no trabajaba me quedaba tumbado en la cochera. Situada al borde del río, en una propiedad particular, o que lo había sido. Esta propiedad, cuya entrada principal daba sobre una calle sombría, estrecha y silenciosa, estaba rodeada por un muro, menos naturalmente por el lado del río, que marcaba su límite septentrional, sobre una longitud de treinta pasos más o menos. De frente, sobre la otra orilla, se extendían aún los muelles, después un apelmazamiento de casas bajas, terrenos baldíos, empalizadas, chimeneas, flechas y torres. Se veía también una especie de campo de maniobras donde soldados jugaban al fútbol, todo el año. Sólo las ventanas —no. La propiedad parecía abandonada. La verja estaba cerrada. La hierba invadía los senderos. Sólo las ventanas del piso bajo tenían persianas. Las demás se iluminaban a veces por la noche, débilmente, unas veces una, otras la otra, tenía esa impresión. Podía ser cualquier reflejo. El día en que adopté la cochera encontré un bote, la quilla al aire. Le di la vuelta, lo rellené con piedras y pedazos de madera, quité los bancos y me hice la cama. Las ratas se las veían negras para llegar hasta mí, por la inclinación de la quilla. Muchas ganas tenían sin embargo. Fíjate, carne viviente, porque yo era a pesar de todo carne viviente, hacía demasiado tiempo que vivía entre las ratas, en mis alojamientos improvisados, para que tuviera una vulgar fobia. Tenía incluso una especie de simpatía por ellas. Venían con tanta confianza hacia mí, se diría que sin la menor repugnancia. Se hacían la tualet, con gestos de gato. Los sapos, sí, por la tarde, inmóviles durante horas, engullen moscas. Se colocan en sitios en donde lo cubierto pasa al descubierto, les gustan los umbrales. Pero se trataba de ratas de aguas, de una delgadez y de una ferocidad excepcionales. Construí pues, con tablas sueltas, una tapadera. Es formidable la de tablas que he podido encontrar en mi vida, cada vez que tenía necesidad de una tabla allí estaba, no había más que agacharse. Me gustaba hacer chapuzas, no, no mucho, así así. Recubrí el bote completamente, hablo ahora otra vez de la tapadera. Lo empujé un poco hacia atrás, entraba en el bote por delante, gateaba hasta la parte de atrás, levantaba los pies y empujaba la tapa hacia delante hasta que me cubría del todo. El empuje se ejercía sobre un travesaño en saliente fijado tras la tapa a este efecto, me gustaban las chapucillas. Pero era preferible entrar en el bote por detrás, sacar la tapa sirviéndome de las dos manos hasta que me cubriera del todo y empujarlo en el mismo sentido cuando quisiera salir. Como apoyo para mis manos coloqué dos grandes clavos, allí donde hacía falta. Estos pequeños trabajos de carpintería, si es posible llamarlos así, ejecutados con instrumentos y materiales improvisados, no me disgustaban. Sabía que acabaría pronto, y representaba la comedia, verdad, la de—cómo llamarla, no lo sé. Me encontraba bien en el bote, debo decirlo. Mi tapadera se ajustaba tan bien que tuve que hacerle un agujero. No hay que cerrar los ojos, dejarlos abiertos en la oscuridad, esa es mi opinión. No hablo del sueño, hablo de lo que se llama me parece estado de vigilia. Por otra parte yo dormía muy poco en aquella época, no tenía ganas, o tenía muchísimas ganas, no lo sé, o tenía miedo, no lo sé. Tumbado de espaldas no veía nada, apenas vagamente, justo por encima de mi cabeza, a través de los minúsculos agujeritos, la claridad gris de la cochera. No ver nada en absoluto, no, es demasiado. Oía solamente los gritos de las gaviotas que revoloteaban muy cerca, alrededor de la boca de los sumideros. En un hervor amarillento, si tengo buena memoria, las inmundicias se vertían al río, los pájaros revoloteaban por encima, chillando de hambre y de cólera. Oía el chapoteo del agua contra el embarcadero, contra la orilla, y el otro ruido, tan diferente, de la ondulación libre, lo oía también. Yo, cuando me desplazaba, era menos barco que onda, por lo que me parecía, y mis parones eran los de los remolinos. Esto puede parecer imposible. La lluvia también, la oía a menudo. A veces una gota, atravesando el techo de la cochera, venía a explotar sobre mí. Todo abocaba a un ambiente más bien líquido. El viento añadía su voz, no hay que decirlo, o quizá más bien las tan variadas de sus juguetes. ¿Pero qué es todo esto? Zumbidos, alaridos, gemidos y suspiros. Yo hubiera preferido otra cosa, martillazos, pan, pan, pan, asestados en el desierto. Me tiraba pedos, es cosa sabida, pero difícilmente seco, salían con un ruido de bomba, se fundían en el gran jamás. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Estaba bien en mi caja, debo decirlo. Me parecía haber adquirido independencia en los últimos años. Que nadie viniera ya, que nadie pudiera ya venir, a preguntarme si marchaba bien y si no necesitaba nada, apenas ya me dolía. Me encontraba bien, claro que sí, perfectamente, y el miedo de encontrarme peor se dejaba apenas sentir. En cuanto a mis necesidades, se habían en alguna medida reducido a mis dimensiones y, bajo el punto de vista cualitativo, tan super-refinadas que toda ayuda resultaba excluida, desde ese ángulo. Saberme existir, por muy débil y falsamente que fuera, por fuera de mí, tenía en otra época la virtud de conmoverme. Se convierte uno en un salvaje, forzosamente. A veces se pregunta uno si estamos en el buen planeta. Incluso las palabras te dejan, con eso está dicho todo. Es el momento quizá en que los vasos dejan de comunicar, ya sabes, los vasos. Se está aquí siempre entre los dos rumores, sin duda es siempre el mismo pedazo, pero cáspita nadie lo diría. Me ocurría a menudo querer correr la tapadera y salir del bote, sin conseguirlo, tan perezoso y débil estaba, y muy en el fondo donde me encontraba. Lo sentía todo cerca, las calles glaciales y tumultuosas, las caras aterradoras, los ruidos que cortan, penetran, desgarran, contusionan. Esperaba entonces que las ganas de cagar, o de mear al menos, me dieran fuerzas. ¡No quería ensuciar mi nido! Lo que me sucedía sin embargo, e incluso cada vez más a menudo. Me bajaba los pantalones arqueándome, me volvía un poco de lado, lo justo para despejar el agujero. Labrarse un reino, en medio de la mierda universal, para después cagarse encima, era muy mío. Eran yo, mis inmundicias, es cosa sabida, pero aún así. Basta, basta, las imágenes, aquí estoy abocado a ver imágenes, yo que nunca las vi, salvo a veces cuando dormía. Creo que no las había visto nunca, en puridad. De pequeñín quizá. Mi mito lo quiere así. Sabía que eran imágenes, puesto que era de noche y estaba solo en mi bote. ¿Qué podía ser aquello si no? Estaba pues en mi bote y me deslizaba sobre las aguas. No tenía que remar, el reflujo me llevaba. Además no veía remos, habían debido llevárselos. Yo tenía una tabla, un trozo de banco quizá, que utilizaba cuando me acercaba demasiado a la orilla o cuando veía acercarse un montón de detritus o una chalupa. Había estrellas en el cielo, grato. No veía el tiempo que hacía, no tenía frío ni calor y todo parecía tranquilo. Las orillas se alejaban cada vez más, lógico, ya no las veía. Raras y débiles luces marcaban la separación creciente. Los hombres dormían, los cuerpos recuperaban fuerzas para los trabajos y alegrías del día siguiente. El bote no se deslizaba ya, saltitos, zarandeado por las olitas del alta mar incipiente. Todo parecía tranquilo y sin embargo la espuma se colaba por la borda. El aire libre me rodeaba ahora por todas partes, no tenía más que el abrigo de la tierra, y poca cosa es, el abrigo de la tierra, en esas condiciones. Veía los faros, hasta un total de cuatro, pertenecientes a un barco-faro. Los conocía bien, de pequeñín ya los conocía. Por la tarde, estaba con mi padre sobre un promontorio, me cogía de la mano. Hubiera deseado que me atrajese hacia sí, en un gesto de amor protector, pero en eso estaba pensando. Me enseñaba igualmente los nombres de las montañas. Pero para acabar con las imágenes, veía también las luces de las boyas, parecían llenarlo todo, rojas y verdes, incluso ante mi extrañeza amarillas. Y en el flanco de la montaña, que ahora desgajada se alzaba tras la ciudad, los incendios pasaban del oro al rojo, del rojo al oro. Yo sabía muy bien lo que era, era la retama que ardía. Yo mismo cuántas veces habría encendido el fuego, con una cerilla, siendo pequeño. Y mucho más tarde, de vuelta a casa, antes de acostarme, miraba desde mi alta ventana el incendio que había prendido. En esta noche pues, plagada de débiles parpadeos, en el mar, en tierra y en el cielo, bogaba a merced de la marea y las corrientes. Noté que mi sombrero estaba atado, por un cordoncillo sin duda, a mi botonadura. Me levanté del banco, en la parte de atrás del bote, y un enérgico campanilleo se hizo oír. Era la cadena que, fijada a la parte de alante, acababa de enrollarse alrededor de mis caderas. Debí desde el principio practicar un agujero en las tablas del fondo, porque aquí me tenéis de rodillas intentando soltarlo, con la ayuda del cuchillo. El agujero era pequeño y el agua subiría lentamente. Todavía una media hora, en total, salvo imprevistos. Sentado de nuevo en la popa, con las piernas estiradas y la espalda bien apoyada contra el saco relleno de hierba que me servía de cojín, me tragué el calmante. El mar, el cielo, la montaña, las islas, vinieron a aplastarme en un sístole inmenso, después se apartaron hasta los límites del espacio. Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había intentado articular, relato a imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza de continuar.





Dos cuentos católicos
Roberto Bolaño
 
                                                               
                                I. La vocación
Tenía diecisiete años y mis días, quiero decir todos mis días, uno detrás de otro, eran un temblor constante. Nada me entretenía, nada vaciaba la angustia que se acumulaba en mi pecho. Vivía como un actor imprevisto dentro del ciclo iconográfico del martirio de San Vicente. ¡ San Vicente, diácono del obispo Valero y torturado por el gobernador Daciano en el año 304, ten piedad de mí !. A veces hablaba con Juanito. No, a veces no. A menudo. Nos sentábamos en los sillones de su casa y hablábamos de cine. A Juanito le gustaba Gary Cooper. Decía: la apostura, la templanza, la limpieza de alma, el valor. ¿Templanza? ¿Valor? Le hubiera escupido a la cara lo que se ocultaba tras sus certezas, pero prefería enterrar las uñas en el reposabrazos y morderme los labios cuando él no me miraba e incluso cerrar los párpados y hacer como que meditaba sus palabras. Pero yo no meditaba. Al contrario: se me aparecían, bajo la forma de un carrusel, las imágenes del martirio de San Vicente. Primero: atado a un aspa de madera, es descoyuntado mientras le desgarran la carne con garfios. Y luego: sometido al tormento del fuego en una parrilla sobre brasas. Y luego: preso en una mazmorra cuyo suelo está cubierto de cascotes de vidrio y de cerámica. Y luego: el cadáver del mártir, abandonado en lugar desierto, es defendido por un cuervo contra la voracidad de un lobo. Y luego: desde una barca es arrojado su cuerpo al mar con una rueda de molino atada al cuello. Y luego: el cuerpo es devuelto por las olas a la costa y allí piadosamente enterrado por una matrona y otros cristianos. A veces sentía mareos. Ganas de vomitar. Juanito hablaba de la última película que habíamos visto y yo asentía con la cabeza y notaba que me estaba ahogando, como si los sillones estuvieran en el fondo de un lago muy profundo. Recordaba el cine, recordaba el momento de comprar las entradas, pero era incapaz de recordar las escenas que mi amigo, ¡mi único amigo!, rememoraba, como si la oscuridad del fondo del lago lo hubiera invadido todo. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos. En ocasiones entraba en la habitación la madre de Juanito y me preguntaba cosas íntimas. Cómo iban mis estudios, qué libro estaba leyendo, si había ido al circo que se había instalado en las afueras de la ciudad. La madre de Juanito vestía siempre muy elegante y era, como nosotros, una adicta al cine. Alguna vez soñé con ella, alguna vez abrí la puerta de su dormitorio y en vez de ver una cama, un tocador, un armario, vi una habitación vacía, con suelo de ladrillos rojos, que sólo hacía las veces de antesala de un largo pasillo, un pasillo larguísimo, como el túnel de la carretera que atraviesa la montaña y que luego se dirige hacia Francia, sólo que en este caso el túnel no estaba en la parte alta de la carretera sino en la habitación de la madre de mi mejor amigo. Esto más vale que lo recuerde constantemente: mi mejor amigo. Y el túnel, al revés de lo que suele pasar en un túnel de montaña, parecía suspendido en un silencio fragilísimo, como el silencio de la segunda quincena de enero o de la primera quincena de febrero. Actos nefandos en noches aciagas. Se lo recité a Juanito. ¿Actos nefandos, noches aciagas? ¿El acto es nefando porque la noche es aciaga o la noche es aciaga porque el acto es nefando? Qué preguntas son ésas, dije casi llorando. Tú estás chalado. Tú no entiendes nada, dije mirando por la ventana. El padre de Juanito es de estatura pequeña pero de porte arrojado. Fue militar y durante la guerra recibió varias heridas. Sus medallas cuelgan de una pared de su estudio, en un estuche con tapa de vidrio. Cuando llegó a la ciudad, dice Juanito, no conocía a nadie y quienes no lo miraban con temor lo hacían con resentimiento. Aquí conoció, al cabo de unos meses, a mi madre, dice Juanito. Durante cinco años fueron novios. Luego mi padre la llevó al altar. Mi tía a veces habla del padre de Juanito. Según ella, fue un jefe de policía honrado. Al menos, eso se decía. Si una sirvienta robaba en casa de sus señores, el padre de Juanito la encerraba tres días y no le daba ni un mendrugo. Al cuarto día la interrogaba él personalmente y la sirvienta se apresuraba a confesar su pecado: el lugar exacto donde estaban las joyas y el nombre del gañán que las había robado. Después los guardias detenían al hombre y lo ingresaban en prisión y el padre de Juanito metía a la sirvienta en un tren y le aconsejaba que no volviera. Estas acciones eran celebradas por todo el pueblo, como si el jefe de policía demostrara con ellas su preeminencia intelectual. Cuando llegó el padre de Juanito sólo tenía trato social con los asiduos del casino. La madre de Juanito tenía diecisiete años y era muy rubia, a juzgar por las fotos que cuelgan en algunos rincones de la casa, mucho más que ahora, y había terminado sus estudios en el Corazón de María, el colegio de monjas que está en la parte norte de la ciudadela. El padre de Juanito debía de tener unos treinta. Todavía, aunque ya está jubilado, va todas las tardes al casino y bebe carajillos o una copa de coñac y también suele jugar a los dados con los asiduos. Otros asiduos que ya no son los asiduos de su época, pero como si lo fueran, porque la admiración ya se da por sentada. El hermano mayor de Juanito vive en Madrid, en donde es un abogado famoso. La hermana de Juanito está casada y también vive en Madrid. En esta bendita casa sólo quedo yo, dice Juanito. ¡Y yo! ¡Y yo! Nuestra ciudad cada día es más pequeña. A veces tengo la impresión de que todos se están marchando o están encerrados en sus cuartos preparando las maletas. Si yo me marchara no llevaría maleta. Ni siquiera un hatillo con unas pocas pertenencias. A veces hundo la cabeza en las manos y escucho a las ratas que corren por las paredes. San Vicente, dame fuerzas. San Vicente, dame templanza. ¿Tú quieres ser santo?, me dijo la madre de Juanito hace dos años. Sí, señora. Me parece muy buena idea, pero tienes que ser muy bueno. ¿Lo eres? Procuro serlo, señora. Y hace un año, mientras iba caminando por General Mola, el padre de Juanito me saludó y luego se detuvo y me preguntó si era yo el sobrino de Encarnación. Sí, señor, le dije. ¿Tú eres el que quiere ser cura? Asentí con una sonrisa. ¿Por qué asentir con una sonrisa? ¿Por qué pedir perdón con una sonrisa de imbécil? ¿Por qué mirar hacia otro lado sonriendo como un tarugo?. Por humildad. Eso está muy bien, dijo el padre de Juanito. Cojonudo. Hay que estudiar mucho, ¿verdad? Asentí con una sonrisa. ¿Y ver menos películas? Sí, señor, yo voy poco al cine. Vi alejarse la figura erguida del padre de Juanito, parecía como si caminara con las puntas de los pies, un hombre viejo pero todavía enérgico. Lo vi bajar las escalinatas que llevan a la calle de los Vidrieros, lo vi desaparecer sin un solo temblor, sin una sola vacilación, sin mirar ni un solo escaparate. La madre de Juanito, por el contrario, siempre miraba escaparates y a veces entraba en las tiendas y si tú te quedabas afuera, aguardándola, podías escuchar, a veces, su risa. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos. ¿Y tú qué vas a ser, gilipollas?, me dijo Juanito. ¿Ser o hacer?, dije yo. Ser, gilipollas. Lo que Dios quiera, dije. Dios pone a cada uno en su lugar, dijo mi tía. Nuestros antepasados fueron gente de bien. No hubo soldados en nuestra familia, pero sí curas. Como quién, dije yo mientras empezaba a dormirme. Mi tía gruñó. Vi una plaza llena de nieve y vi a los campesinos que acudían con sus productos al mercado, barrer la nieve e instalar cansinamente sus tenderetes. San Vicente, por ejemplo, saltó mi tía. El diácono del obispo de Zaragoza, que en el año 304, aunque quien dice 304 puede decir 305 o 306 o 307 o 303 de nuestra era, fue apresado y trasladado a Valencia en donde Daciano, el gobernador, lo sometió a crueles torturas, a resultas de las cuales murió. ¿Por qué crees que San Vicente va vestido de rojo?, le pregunté a Juanito. Ni idea. Porque todos los mártires de la iglesia llevan una prenda roja, para ser distinguidos como tales. Este niño es inteligente, dijo el padre Zubieta. Estábamos solos y el estudio del padre Zubieta helaba los huesos y el padre Zubieta o mejor dicho las ropas del padre Zubieta olían a tabaco negro y a leche agria, todo mezclado. Si decides ingresar al seminario, nuestras puertas están abiertas. La vocación, la llamada de la vocación, hace temblar, pero no exageremos. ¿Temblé?, ¿sentí que se removía la tierra?, ¿experimenté el vértigo del matrimonio divino? No exageremos, no exageremos. Los rojos visten igual, dijo Juanito. Los rojos visten de caqui, dije yo, de verde, con franjas de camuflaje. No, dijo Juanito, los putos rojos visten de rojo. Y las putas también. Un tema que despertó mi interés. ¿Las putas? ¿Las putas de dónde? Pues las putas de aquí, dijo Juanito, y supongo que también las de Madrid. ¿Aquí, en nuestra ciudad? Sí, dijo Juanito y quiso cambiar de tema. ¿En nuestra ciudad o en nuestro pueblo o en nuestro desamparo hay putas? Pues sí, dijo Juanito. Yo creía que tu padre las había corregido a todas. ¿Corregido? ¿Es que te has creído que mi padre es un cura? Mi padre fue un héroe de guerra y después comisario de policía. Mi padre no corrige nada. Investiga y descubre. Punto. ¿Y dónde has visto tú a las putas? En el cerro del Moro, donde han vivido siempre, dijo Juanito. Dios santo. Mi tía dice que San Vicente. Basta ya con tu tía y con San Vicente, tu tía está loca perdida. ¿Cómo vas a tener una familia que se remonte hasta el año 300? ¿Dónde has visto tú una familia tan antigua? Ni la casa de Alba. Y al cabo de un rato: tu tía no es mala persona, al contrario, es buena, pero no tiene el juicio muy claro. ¿Esta tarde iremos al cine? Dan una película con Clark Gable. Y la madre de Juanito: id, id, yo fui hace dos días y es una historia entretenidísima. Y Juanito: madre, es que éste no tiene dinero. Y la madre de Juanito: pues se lo prestas tú y santas pascuas. Dios se apiade de mi alma. A veces siento deseos de que se mueran todos. Mi amigo y su madre y su padre y mi tía y todos los vecinos y los viandantes y los automovilistas que dejan sus coches estacionados junto al río y hasta los pobres inocentes niños que corretean por el parque junto al río. Dios tenga piedad de mi alma y me haga mejor. O me deshaga. Si todos se murieran, además, ¿qué haría yo con tantos cadáveres? ¿Cómo podría seguir viviendo en esta ciudad o semiciudad? ¿Me ocuparía yo de enterrarlos a todos? ¿Arrojaría sus cuerpos al río? ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que la carne se corrompiera, antes de que el hedor se hiciera insoportable? Ah, la nieve. La nieve cubría las calles de nuestra ciudad. Antes de entrar al cine compramos castañas y peladillas. Llevábamos las bufandas subidas hasta la nariz y Juanito se reía y hablaba de aventuras en las antiguas colonias holandesas de Asia. A nadie dejaban pasar con castañas, por un asunto de primordial higiene, pero a Juanito sí que lo dejaban pasar. Esta película la hubiera interpretado mejor Gary Cooper, dijo Juanito. Asia. Chinos. Leprosarios. Mosquitos. Al salir nos separamos en la calle de los Cuchillos. Yo me quedé quieto bajo la nieve y Juanito echó a correr rumbo a su casa. Pobre potrillo, pensé, pero Juanito sólo tenía un año menos que yo. Cuando desapareció subí por la calle de los Toneleros hasta la plaza del Sordo y luego torcí el camino y me dirigí, bordeando las murallas de la antigua fortaleza, hacia el cerro del Moro. La luz de las farolas se reflejaba contra la nieve y las fachadas de las viejas casas parecían recoger, de forma efímera pero también de forma natural, diríase serena, los oropeles del pasado. Me asomé a una ventana enjalbegada y vi una sala bien dispuesta, con un Sagrado Corazón de Jesús presidiendo una de las paredes. Pero yo era ciego y sordo y seguí subiendo, por la acera de la sombra, cosa de no ser reconocido. Cuando llegué a la plazuela del Cadalso me di cuenta, sólo entonces, de que no me había cruzado con ningún viandante durante toda la ascensión. Con este frío, me dije, no habrá persona que cambie los calores del hogar por la crudeza de las calles. Ya había anochecido y desde la plazuela se veían las luces de algunos barrios y los puentes a partir de la plaza de don Rodrigo y el recodo que hace el río antes de seguir su curso hacia el este. En el cielo brillaban las estrellas. Pensé que parecían copos de nieve. Copos suspendidos, es decir elegidos por Dios para permanecer inmóviles en el firmamento, pero copos al fin y al cabo. Me estaba quedando helado. Decidí volver a casa de mi tía y tomar chocolate caliente o una sopa caliente junto a la estufa. Me sentía cansado y la cabeza me daba vueltas. Rehice el camino. Entonces lo vi. Al principio sólo fue una sombra. Pero no era una sombra sino un monje. A juzgar por el hábito podía ser un franciscano. Llevaba capucha, una gran capucha que velaba casi totalmente su rostro reflexivo. ¿Por qué digo reflexivo? Porque miraba el suelo. ¿De dónde venía? ¿De dónde había salido? Lo ignoro. Tal vez de dar la extremaunción a un moribundo. Tal vez de asistir a un niño enfermo. Tal vez de proveer con escasas viandas a un indigente. Lo cierto es que caminaba sin hacer ningún ruido. Durante un segundo creí que era una aparición. No tardé en comprender que la nieve atenuaba cualquier pisada, incluso las mías. Iba descalzo. Cuando me di cuenta me sentí herido por un rayo. Bajamos del cerro del Moro. Al pasar por la iglesia de Santa Bárbara lo vi persignarse. Sus huellas purísimas refulgían en la nieve como un mensaje de Dios. Me puse a llorar. De buena gana me hubiera arrodillado para besar esas huellas cristalinas, esa respuesta que durante tanto tiempo había aguardado, pero no lo hice por temor a perderlo de vista en cualquier calleja. Salimos del centro. Atravesamos la Plaza Mayor y luego cruzamos un puente. El monje caminaba a buen paso, ni lento ni rápido, a buen paso, como debe caminar la Iglesia. Nos alejamos por la avenida Sanjurjo, bordeada de plátanos, hasta llegar a la estación. El calor allí era considerable. El monje entró a los lavabos y luego compró un billete de tren. Al salir, sin embargo, me fije que se había puesto zapatos. Sus tobillos eran delgados como cañas. Salió al andén. Lo vi sentado, con la cabeza gacha, esperando y orando. Me quedé de pie, temblando de frío, oculto por uno de los pilares del andén. Cuando el tren llegó el monje saltó a uno de los vagones con una agilidad sorprendente.Al salir, ya solo, intenté buscar sus huellas en la nieve, las huellas de sus pies descalzos, pero no encontré ni rastro de ellas. 



II. El azar
Le pregunté qué edad creía que yo tenía. Dijo que sesenta aunque sabía que yo no tenía esa edad. ¿Tan mal estoy?, le pregunté. Peor que mal, dijo. ¿Y tú te crees que estás mejor?, le dije. ¿Y si estás mejor por qué tiemblas? ¿Tienes frío? ¿Te has vuelto loco? ¿Y por qué me hablas sin que venga a cuento del comisario Damián Valle? ¿Él todavía es comisario? ¿Él no ha cambiado? Dijo que algo había cambiado, pero que seguía siendo un hijo de puta de mucho cuidado. ¿Todavía es comisario? Como si lo fuera, dijo. Si te quiere hacer daño te hará daño, esté jubilado o muriéndose en el hospital. ¿Y por qué tiemblas?, le dije después de pensar unos minutos. Tengo frío, mintió, y además me duelen los dientes. No me hables más de don Damián, le dije. ¿Es que yo soy amigo de ese madero? ¿Es que me junto con esbirros? No, dijo. Pues no me hables más de él. Durante un rato estuvo meditando. No sé en qué meditaría. Luego me dio un mendrugo de pan. Estaba duro y le dije que si comía esos manjares no me extrañaba que le dolieran los dientes. En el manicomio comíamos mejor, le dije, y eso es mucho decir. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo. ¿Sabe alguien que estás aquí? ¡Pues entonces, albricias! Ahueca antes de que se enteren. No saludes a nadie. No despegues la vista del suelo y vete lo antes posible. Pero no me fui de inmediato. Me puse en cuclillas delante del viejo y traté de pensar en los buenos tiempos. Tenía la mente en blanco. Creí que algo se quemaba dentro de mi cabeza. El viejo, a mi lado, se arrebujó con una manta y movió las mandíbulas como si masticara, aunque no tenía nada en la boca. Recordé los años en el manicomio, las inyecciones, las sesiones de manguera, las cuerdas con que ataban a muchos por la noche. Vi otra vez aquellas camas tan curiosas que se ponían de pie mediante un ingenio de poleas. Sólo al cabo de cinco años me enteré para qué servían. Los internos las llamaban camas americanas. ¿Puede un ser humano acostumbrado a dormir en posición horizontal hacerlo en posición vertical? Puede. Al principio es difícil. Pero si lo atan bien, puede. Las camas americanas servían para eso, para que uno durmiera tanto en posición horizontal como en posición vertical. Y su función no era, como pensé cuando las vi por primera vez, castigar a los internos, sino evitar que estos murieran ahogados por sus propios vómitos. Por supuesto, había internos que hablaban con las camas americanas. Las trataban de usted. Les contaban cosas íntimas. También había internos que les temían. Algunos decían que tal cama le había guiñado un ojo. Otro que tal otra lo había violado. ¿Que una cama te dio por el culo? ¡Pues estás jodido, tío! Se decía que las camas americanas, de noche, recorrían muy erguidas los pasillos y se iban a conversar, todas juntas, al refectorio, y que hablaban en inglés, y que a estas reuniones iban todas, las vacías y las que no estaban vacías, y, por supuesto, quienes contaban estas historias eran los internos que por una u otra causa las noches de reunión permanecían atados a ellas. Por lo demás, la vida en el manicomio era muy silenciosa. En algunas zonas vedadas se oían gritos. Pero nadie se acercaba a esas zonas ni abría la puerta ni aplicaba el ojo a la cerradura. La casa era silenciosa, el parque, que cuidaban dos jardineros que también estaban locos y que no podían salir, aunque estaban menos locos que los demás, era silencioso, la carretera que se veía a través de los pinos y los álamos era silenciosa, incluso nuestros pensamientos discurrían en medio de un silencio que asustaba. La vida, según como se la mirara, era regalada. A veces nos mirábamos y nos sentíamos privilegiados. Somos locos, somos inocentes. Sólo la espera, cuando uno esperaba algo, enturbiaba esa sensación. La mayoría, sin embargo, mataba la espera enculando a los más débiles o dejándose encular. ¿Lo hice yo?, decíamos. ¿Verdaderamente lo hice yo? Y luego sonreíamos y pasábamos a otro asunto. Los doctores, los señores facultativos, no se enteraban de nada, y los enfermeros y auxiliares, mientras no les causáramos problemas a ellos, hacían la vista gorda. En más de una ocasión se nos fue la mano. ¡El hombre es un animal!. Eso pensaba a veces. En el centro de mi cerebro se materializaba eso. Sobre eso reflexionaba y reflexionaba hasta que la mente se quedaba en blanco. A veces, al principio, oía como cables entrelazados. Cables de electricidad o serpientes. Pero por lo general, más a medida que el tiempo me alejaba de aquellas escenas, la mente se quedaba en blanco: sin ruidos, sin imágenes, sin palabras, sin rompeolas de palabras. De todas maneras yo nunca me he creído más listo que nadie. Nunca he expuesto mi inteligencia con soberbia. Si hubiera ido a la escuela ahora sería abogado o juez. ¡O inventor de una cama americana mejor que las camas americanas del manicomio! Tengo palabras, eso lo admito humildemente. No hago alarde de ello. Y así como tengo palabras tengo silencio. Soy silencioso como un gato, me lo dijo el viejo cuando él ya era viejo pero yo todavía era un chaval. No nací aquí. Según el viejo nací en Zaragoza y mi madre, por necesidad, se vino a vivir a esta ciudad. A mí me da igual una ciudad que otra. Aquí, si no hubiera sido pobre, habría podido estudiar. ¡No importa! Aprendí a leer. ¡Suficiente! Más vale no hablar más del tema. También aquí hubiera podido casarme. Conocí a una chica que se llamaba, no me acuerdo, tenía un nombre como todas las mujeres y en algún momento hubiera podido casarme con ella. Luego conocí a otra chica, mayor que yo y, como yo, extranjera, del sur, de Andalucía o Murcia, una guarra que nunca estaba de buen humor. Con ella también hubiera podido formar una familia, tener un hogar, pero yo estaba destinado a otros fines y la guarra también. La ciudad, a veces, me ahogaba. Demasiado pequeña. Me sentía como si estuviera encerrado en un crucigrama. Por aquella época empecé, sin más dilaciones, a pedir en las puertas de las iglesias. Llegaba a las diez de la mañana y me instalaba en las escalinatas de la catedral o subía a la iglesia de San Jeremías, en la calle José Antonio, o a la iglesia de Santa Bárbara, que era mi iglesia favorita, en la calle Salamanca, y a veces, incluso, cuando me instalaba en las escalinatas de la iglesia de Santa Bárbara, antes de iniciar mi jornada de trabajo, entraba a misa de diez y oraba con todas mis fuerzas, que era como reírse en silencio, reír, reír, feliz de la vida, y a más oraba más me reía, que era la forma en que mi naturaleza se dejaba penetrar por lo divino, y esa risa no era una falta de respeto ni era la risa de un descreído, sino todo lo contrario, era la risa atronadora de una oveja trémula ante su Creador. Después me confesaba, contaba mis desdichas y mis vicisitudes, y luego comulgaba y finalmente, antes de volver a la escalinata, me detenía unos segundos ante la imagen de Santa Bárbara. ¿Por qué siempre estaba acompañada por un pavo real y por una torre? Un pavo real y una torre. ¿Qué significaba?. Una tarde se lo pregunté al cura. ¿Cómo es que te interesan estas cosas?, me preguntó a su vez. No lo sé padre, por curiosidad, le respondí. ¿Sabes que la curiosidad es una mala costumbre?, dijo. Lo sé, padre, pero mi curiosidad es sana, yo siempre le rezo a Santa Bárbara. Haces bien, hijo, dijo el cura, Santa Bárbara tiene buena mano con los pobres, tú sigue rezándole. Pero lo que yo quiero es saber lo del pavo real y la torre, dije yo. El pavo real, dijo el cura, es símbolo de inmortalidad. La torre tiene tres ventanas, ¿lo has notado? Pues las ventanas están puestas en la torre para representar las palabras de la santa, que dijo que la luz entró en ella o iluminó su casa por las ventanas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Lo entiendes?. No tengo estudios, padre, pero tengo juicio y sé discernir, le respondí. Después me iba a ocupar mi lugar, el lugar que me pertenecía, y pedía hasta que la iglesia cerraba las puertas. En la palma de la mano siempre me dejaba una moneda. Las otras, en el bolsillo. Y aguantaba el hambre aunque viera a otros comer pan o trozos de salchichón y queso. Yo pensaba. Pensaba y estudiaba sin moverme de las escalinatas. Así supe que el padre de Santa Bárbara, un señor poderoso llamado Dióscuro, la hizo encerrar en una torre, es decir la encarceló, debido a los pretendientes que la acosaban. Y supe que Santa Bárbara antes de entrar en la torre se bautizó a sí misma con las aguas de un estanque o de un regadío o de una pileta donde los campesinos almacenaban el agua de la lluvia. Y supe que escapó de la torre, la torre de las tres ventanas por donde entró la luz, pero fue detenida y llevada ante el juez. Y el juez la condenó a muerte. Todo lo que enseñan los curas está frío. Es sopa fría. Infusión fría. Mantas que no calientan durante el crudo invierno. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo sin dejar de mover los carrillos. Como si comiera pipas. Consíguete una ropa que te haga invisible y lárgate antes de que se entere el comisario. Metí la mano en el bolsillo y, sin sacarla, conté mis monedas. Había empezado a nevar. Le dije adiós al viejo y salí a la calle. Caminé sin rumbo. Sin un plan preconcebido. Desde la calle Corona observé la iglesia de Santa Bárbara. Recé un poco. Santa Bárbara, apiádate de mí, dije. Tenía el brazo izquierdo dormido. Tenía hambre. Tenía ganas de morirme. Pero no para siempre. Tal vez sólo tenía ganas de dormir. Me castañeteaban los dientes. Santa Bárbara, ten piedad de tu servidor. Cuando la decapitaron, quiero decir cuando le cortaron la cabeza a Santa Bárbara, cayó un rayo del cielo que fulminó a sus verdugos. ¿También al juez que la condenó? ¿También a su padre que la encerró? Cayó un rayo y antes se oyó el estampido de un trueno. O al revés. Auténtico. Dios mío, Dios mío, Dios mío. No me acerqué más. Me contenté con ver la iglesia desde lejos y luego eché a caminar hasta un bar donde en mis tiempos se comía barato. No lo encontré. Entré en una panadería y compré una barra de pan. Después salté una tapia y me lo comí a salvo de miradas indiscretas. Sé que está prohibido saltar tapias y comer en jardines abandonados o en casas derruidas, por la propia seguridad del infractor. Te puede caer una viga encima, me dijo el comisario Damián Valle. Además, es propiedad privada. Está hecho mierda, criadero de arañas y ratas, pero sigue siendo, hasta el fin de los días, propiedad privada. Y te puede caer una viga encima de la cabeza y destrozarte ese cráneo privilegiado, me dijo el comisario Damián Valle. Después de comer salté la tapia y estuve otra vez en la calle. De pronto, me sentí triste. No sé si era la nieve o qué. Comer, últimamente, me produce desconsuelo. Cuando como no estoy triste, pero después de comer, sentado sobre un ladrillo, mirando caer los copos de nieve sobre el jardín abandonado, no sé. Desconsuelo y congoja. Así que me palmeé las piernas y eché a andar. Las calles empezaron a vaciarse. Durante un rato estuve mirando aparadores. Pero era mentira. Lo que hacía era buscar mi imagen en las vitrinas, en los ventanales. Después se acabaron los ventanales y sólo había escaleras. Agaché la cabeza y subí. Luego una calle. Luego la parroquia de la Concepción. Luego la iglesia de San Bernardo. Luego las murallas y más allá la fortaleza. No se veía ni un alma. Estaba en el cerro del Moro. Recordé las palabras del viejo: vete, vete, que no te pillen otra vez, desgraciado. Todo el mal que hice. Santa Bárbara, apiádate de mí, apiádate de tu pobre hijo. Recordé que por aquellas callejuelas vivía una mujer. Decidí visitarla, pedirle un plato de sopa, un suéter viejo que ya no quisiera, algo de dinero para comprar un billete de tren. ¿Dónde vivía esta mujer? Me metí en callejas cada vez más estrechas. Vi un portalón y golpeé. No abrió nadie. Empujé el portalón y accedí a un patio. A alguien se le había olvidado recoger la colada y ahora la nieve caía sobre la ropa de colores amarillentos. Me abrí paso por entre camisas y calzoncillos y llegué a una puerta con una aldaba de bronce que parecía un puño. Acaricié la aldaba pero no llamé. Empujé la puerta. Afuera empezaba a oscurecer a toda prisa. Tenía la mente en blanco. Los copos de nieve chisporroteaban. Avancé. No recordaba ese pasillo, no recordaba el nombre de la mujer, era una guarra, buena persona, injusta aunque le dolía, no recordaba esa oscuridad, esa torre sin ventanas. Pero entonces vi una puerta y me colé sigilosamente. Era una especie de almacén de granos, con sacos apilados hasta el techo. En un rincón había una cama. Tendido en la cama vi a un niño. Estaba desnudo y tiritaba. Saqué mi navaja del bolsillo. Sentado a una mesa vi a un fraile. La capucha le velaba el rostro, que tenía inclinado, absorto en la lectura de un misal. ¿Por qué el niño estaba desnudo? ¿Es que no había en aquella habitación ni una manta? ¿Por qué el fraile leía su misal en vez de arrodillarse y pedir perdón? Todo se tuerce en algún momento. El fraile me miró, dijo algo, le respondí. No se me acerque, dije. Después le clavé la navaja. Los dos nos quejamos hasta que él se quedó quieto. Pero yo tenía que asegurarme y se la volví a clavar. Después maté al niño. ¡Rápido, por Dios! Después me senté en la cama y tirité durante un rato. Basta. Era necesario irse. Tenía la ropa manchada de sangre. Busqué en los bolsillos del fraile y encontré dinero. En la mesa había unos boniatos. Me comí uno. Bueno y dulce. Abrí, mientras me comía el boniato, un armario. Sacos de cebolla y patatas. Pero colgando en el perchero había un hábito limpio. Me desnudé. Qué frío hacía. Después de revisar cada bolsillo, para no dejar pruebas incriminatorias, puse mi ropa en un saco, incluidos los zapatos y me até el saco a la cintura. Jódete, Damián Valle. En ese momento me di cuenta de que estaba dejando marcadas mis pisadas por toda la habitación. Tenía las plantas llenas de sangre. Durante un rato, sin dejar de moverme, las observé con atención. Me entraron ganas de reír. Eran huellas bailadoras. Huellas de San Vito. Huellas que no iban a ninguna parte. Pero yo sabía adónde ir. Todo estaba oscuro, menos la nieve. Empecé a bajar del cerro del Moro. Iba descalzo y hacía frío. Mis pies se enterraban en la nieve y a cada paso que daba la sangre se iba despegando de mi piel. Al cabo de unos metros me di cuenta de que alguien me seguía. ¿Un policía? No me importó. Ellos gobernaban la tierra, pero yo sabía en ese momento, mientras caminaba por la nieve luminosa, que el jefe era yo. Dejé atrás el cerro del Moro, en el plan la nieve era aún más alta, crucé un puente, vi de reojo, con la cabeza gacha, la sombra de una estatua ecuestre. Mi perseguidor era un adolescente gordo y feo. ¿Quién era yo? Eso no importaba nada. Me despedí de todo lo que iba viendo. Era emocionante. Aceleré el paso para entrar en calor. Crucé el puente y fue como si cruzara el túnel del tiempo. Hubiera podido matar al chaval, obligarlo a seguirme hasta un callejón y allí pincharlo hasta que la palmara. ¿Pero para qué? Seguramente era el hijo de una puta del cerro del Moro y jamás diría nada. En los lavabos de la estación limpié mis viejos zapatos, les eché agua, borré las manchas de sangre. Tenía los pies dormidos. Despertad. Después compré un billete en el siguiente tren. En cualquiera, sin importarme su destino.

Extraído de El gaucho insufrible
Barcelona, Anagrama, 2003






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